Thursday, October 28, 2010

Twitter, vete al manicomio con tus 140 caracteres

De niño cuando vivía en Guayaquil, en el barrio de Los Ceibos, había un lote lleno de monte, donde yo me reunía con mis amiguitos, y tuvimos nuestras conferencias como miembros del club anti-niñas. Todo esto iba reinforzado mientras todos nosotros en nuestras familias, ninguno teníamos hermanas. Yo era el hermano mayor de tres varones. Salvo a Jorge, porque secretamente me gustaba una de sus hermanas. Pero le temía al papa de Jorge, un hombre que siempre andaba de mal humor y con la cara larga. Nuestros padres nos habían matriculado en escuela de puro muchachos, y entonces no teníamos mucho intercambio social con las chicas. A esa edad, de más o menos, unos once o doce años, nos estábamos fijando en algunas chicas del vecindario, pero no nos atrevíamos a mencionar sus nombres siendo miembros del club anti-niñas, y yo siendo el presidente. Tenia que buscar la manera de disolver el club para poder explorar ese territorio desconocido.
Se dio en esa entonces, que nuestra familia se mudaba a Nueva York. Por fin, un nuevo capitulo en la vida de un muchacho descubriendo los cambios físicos propios y del sexo opuesto. Otra vez fuimos matriculados a la secundaria de todos varones, y las pocas chicas que conocíamos eran del barrio. Actuábamos como pendejos por llamar la atención: peleas de broma, deportes en la calle esquivando a carros, haciendo trucos en bicicletas, fumando cigarrillos, subiéndonos las mangas de la camisetas cortas mas arriba, caminando sin chaquetas en el invierno, etc.
Pero había ciertas cosas que como miembros del viejo club anti-niñas rehusaba hacer: tomar clases de mecanografía, tomar clases de piano, tender la ropa limpia, hacer las camas del dormitorio, lavar los platos, ir de compras al supermercado, acompañar a nuestra madre al shopping mal, etc. Todo eso consideraba cosa de niñas. Resistir resultó inútil, pues según un acuerdo con mis padres que no recuerdo, habíamos quedado en cumplir con estas tareas como pacto para venir a EEUU. Quizás aquellas condiciones me entraron por un oído y salieron por el otro, como tantas otras cosas que no me conviniesen. Al paso del tiempo, como potros salvajes que no se dejaban domar, poco por poco, íbamos aprendiendo que todos los quehaceres domésticos son parte que todos en EEUU cumplen (si es que quieren tener una casa limpia y arreglada). Gente de nuestro nivel económico aquí no se acostumbra a tener empleadas domesticas; pues de poco tiempo se casan y se van.
Hoy en día, recuerdo con afinidad de niño ingenuo aquellas reuniones en el club anti-niñas, como manifestaciones de un largo proceso de madura miento. Hoy en día, sin pensar dos veces ayudo en los quehaceres domésticos, y creo que me servirían útiles sin algún día busque trabajo como trapeador, barredor, lavador de platos, planchador de camisas, etc. Y como las clases de mecanografía fueron en lo que se siente como siglos, todavía escribo con los tres dedos de la mano izquierda, y dos de la mano derecha. Lo cual me sirve bien para escribir en este maldito aparato móvil, Blackberry, o para escribir pendejadas en Twitter.

Escrito no por Jaime Bayly, sino Dirk Wojtczack Vecilla, Octubre 28, 2010

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